Sin
ser ni mucho menos conocedor de la obra de James me atrevo a considerar los
inicios dubitativos como una constante en su obra, y cuando digo dubitativos
trato de definir esa indefinición característica de cada de sus nouvelle.
Diríase que desde el principio Henry James nos exige atención; siembra en
nosotros la duda. Para un profano esto significa volver atrás y releer, pero un
lector avezado en su obra ya debe de saber que el resto de los elementos
necesarios para comprender la trama nos serán dados a su debido tiempo. Y sin
embargo, sucede con El fondo Coxon que las inseguridades nos acechan hasta el
desenlace final, o cuando menos a mí me ha sucedido que me he visto obligado a
volver al principio.
No,
no es esta la ocasión de ensalzar a James. En esta ocasión no me he sentido
fascinado. A ver, podría hablar largo y tendido, entresacar lo más valioso y
dedicarme a la fácil alabanza, pero no, hoy no voy a recomendar esta pequeña nouvelle
de mi estimado James; considero más aprovechable que os perdáis por otros
vericuetos.
El
fondo Coxon en cuestión se refiere a la pequeña fortuna que un tal G. Coxon
destina al pensador más dotado del tiempo presente con el requisito de que sirva
para subsanar supuestos apuros económicos. El candidato, un tal F. Saltram, no
es otra cosa que un hipócrita redomado, un caradura.
No
me queda otra cosa que decir que en esta ocasión Henry James no ha conseguido
atraparme como sí lo ha hecho en ocasiones anteriores. Desde luego que ha
dejado el listón muy alto. Quizás, también puede ser, que no he llevado a cabo
una lectura atinada, o quizás sea esa sensación de que su prosa resultaba en
todo momento forzada, deslavazada, de la misma manera que la historia en sí.
En
cuanto excelentes anfitriones, les habría encantado que la circunferencia de su
hospitalidad tuviera un diámetro de seis meses;
Recuerdo
que su huésped se presentó en la cena llevando pantuflas nuevas, en las que
predominaba el color púrpura, y que parecían confeccionadas a partir de un
extraño pariente de la alfombra.
Reconocí
su aire de superioridad cuando le pregunté acerca de la tía de la joven dama
decepcionada; sonó como una frase de un diccionario inglés-francés o de un
libro de gramática.
Es
muy peligroso ser un ignorante, pero es mucho peor ser un ignorante ilustrado:
los imbéciles son para la sociedad más perjudiciales que un alcantarillado
defectuoso. Y lo más grave es cuando han fallecido, porque entonces no hay
forma de detenerlos.
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