jueves, 16 de noviembre de 2017

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson




Los clásicos se caracterizan por su ductilidad. Los puedes leer varias veces y cada lectura será diferente. Ocurre que el lector se fija en unos aspectos y no en otros, o se detiene en un determinado fragmento que antes pasó por alto. También ocurre que el estado de ánimo con el que se afronta la lectura es diferente, y ni falta que hace decir que el lector cambia. En fin, se puede hablar largo y tendido sobre el asunto, y si viene al caso es porque la novela que tenemos entre manos ofrece cuando menos tantas caras como los personajes que la habitan.
Se trata de una obra que tuvo un éxito inmediato. Un año después de su publicación ya sufrió adaptaciones teatrales, y después y hasta el día de hoy se suceden las adaptaciones cinematográficas, pero no solo eso sino que se ha convertido de una u otra manera en un mito cultural que ha traspasado por completo el sentido único y original que el propio Stevenson pretendió transmitir.
Quiero pensar que muchos lectores no se acercan a esta magnífica novela porque creen conocerla ya (cosa que a mí me sucedió antes), y que otros la leen con superficialidad y llegan a la conclusión de que no ha soportado bien el paso del tiempo. Lejos de otras pretensiones, aporto mi propia lectura.

Quizás me haya equivocado en el punto de vista, quizás solamente me he detenido en aquello que es de mi interés, pero cuando me enfrenté con esta novela por primera vez yo no vi en primer término el debate entre el bien y el mal, yo me encontré con otras cuestiones, no menos humanas. Ya digo que puedo andar errado, pero el punto de vista que adoptó la obra me hizo disfrutar sobremanera.
Así comienza el relato:

Mr. Utterson, el abogado, era un hombre cuyo hosco semblante jamás se había visto iluminado por una sonrisa; frío, breve y torpe en el habla; tardo en el sentimiento; delgado, alto melancólico y, sin embargo, agradable.
 
A mí me da la sensación de que Stevenson juega con nosotros desde el primer párrafo. Nos pinta un rostro poco agradable pero, y subrayo, SIMPÁTICO. Y continúa:

En las reuniones con los amigos, y cuando el vino era de su gusto, algo eminentemente humano irradiaba de sus ojos; algo que no obstante nunca hallaba camino hasta su voz, pero que hablaba no sólo a través de los silenciosos símbolos de su rostro en la sobremesa, sino, más a menudo y con mayor intensidad, en los actos de su vida. Era austero consigo mismo; bebía ginebra cuando estaba a solas, para mortificar su preferencia por los vinos de buena cosecha, y aunque le gustaba el teatro, no había cruzado las puertas de uno en veinte años. Pero sentía una acreditada tolerancia hacia los demás, maravillándose a veces, casi con envidia, ante la gran fuerza de ánimo que implicaban sus malas acciones, y en último extremo inclinado a ayudar más que a censurar.

            Stevenson está definiendo a Mr. Utterson, el abogado, narrador e hilo que va a conducirnos a través de la historia, y qué mejor que aprovechar para exponer una sutil descripción de lo que es la simpatía y cómo emana del hombre de forma natural, incluso heredada, añadiría yo. Stevenson no da puntada sin hilo, y digo esto porque una vez que aparece Hyde en escena, comienza la descripción ¿del mal? ¿de la antipatía?
            Fijaos lo que dice el primer personaje de la novela que trata de definir a Hyde:

―No es fácil de describir. Hay algo extraño en su apariencia; algo desagradable, algo francamente detestable. Nunca vi a un hombre que me gustara menos y, sin embargo, no sé por qué. Debe de ser algún tipo de deformidad; produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no puedo especificar en qué consiste.

Y digo esto porque una de las pocas veces en que escuchamos palabras en la boca de Hyde, no nos tiene por qué parecer un mal hombre:

«Si lo que queréis es sacar dinero de este accidente ―dijo―, estoy en vuestras manos. Cualquier caballero desea evitar una escena. Decid la cantidad.»

Y ¡ojo!, al final del relato, cuando el propio Dr. Jekyll justifica sus acciones, vuelve a rememorar el asunto de la niña desde otra perspectiva diferente:

Tuve que enfrentarme a un accidente que, aunque no tuvo consecuencias, creo que debo mencionar. Un acto de crueldad hacia una niña suscitó contra mí la furia de un transeúnte en el que reconocí el otro día la persona de un familiar suyo; el médico y la familia de la niña se le unieron; hubo unos momentos en que temí por mi vida.

La ambigüedad de esta anécdota y sus implicaciones son apabullantes. Al mismo tiempo, sirve para retratar a la gente común cuando se ve fortalecida por la fuerza de un grupo, que personifica la maldad. Fijaos en esto, en la misma anécdota. ¿Quién es aquí el monstruo?:

«…y puesto que matarlo quedaba descartado, hicimos la mejor cosa posible más allá de quitarle la vida. Le dijimos al hombre que íbamos a organizar un escándalo tan grande con aquello que su nombre iba a apestar de un extremo a otro de Londres. Si tenía algún amigo que le importara, íbamos a hacer que lo perdiera definitivamente».

Cierto que luego, allá cuando termina el primer tercio de la novela, hay un asunto violento que lo trastoca todo. ¿Necesidades del guión? Se puede hablar de cierta duplicidad, de la inclusión del bien y el mal luchando por apoderarse en el interior de una persona. La crítica habla del interés de Stevenson por la gran dualidad. Y sin embargo yo aquí no veo la misma fuerza expresiva.
No lo sé, quizás me he equivocado, pero cómo he disfrutado por medio de mi equivocación. ¡Leed la novela!, aunque solo sea por el placer de la contradicción. Desde luego que yo tengo claro que la próxima lectura me aportará nuevas perspectivas.

2 comentarios:

  1. Creo que la esencia de la novela de Stevenson (y acabo de usar justo esa idea para una narración) es que llevamos dentro un monstruo que no queremos aceptar y, en vez de convivir con él (y domesticarlo en lo posible) nos empeñamos en intentar destruirlo de raíz, por puritanismo al no aceptar nuestro lado más oscuro (nuestra violencia, por ejemplo).

    Como mucho, nos parece "simpático" en los demás (como simpatizamos con un “golfo” por no llamarlo sinvergüenza), pero no lo toleramos en nosotros.

    Y como dicho monstruo sí está integrado en nuestra personalidad más íntima, dicho esfuerzo por neutralizarlo por completo es vano. Y, al intentarlo, nos terminamos dañando a nosotros mismos (en lo personal y en lo social, también).

    Bueno, es mi idea.

    Saludos.

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    1. No te vayas a creer que mi opinión al respecto de esta novela es unívoca. Le he dado muchas vueltas. En realidad llevo dándole vueltas desde la primera vez que la leí, como hace un año. Es una novela que sirve como ejemplo para muchos otros asuntos.
      En realidad dudo de cuál fue la obsesión, o el enfoque que llevó a Stevenson a dicha trama. Probablemente fue alto sencillo pero el propio escritor intuyó la ambigüedad latente.
      En realidad es lo de menos tener razón, lo importante es que es una obra de dimensiones incalculables y que da para muchas opiniones. A mí, personalmente, es una de las novelas que más me ha sorprendido, mucho más teniendo en cuenta su relevancia.
      Desde luego que tiene fragmentos que apuntan a eso de la "simpatía" y el grado de sarcasmo y de crítica social es alto, pero también me pareció, sobre todo durante la segunda parte de la narración, que Stevenson apuntaba a lo que dices, sí.

      un abrazo, compañero.

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