jueves, 26 de abril de 2018

Almas muertas (1842), de Nikolai Gógol. Una digresión sobre los clásicos.



Nikolái Gógol disfruta de un narrador omnisciente flexible que no tiembla a la hora de dirigirse directamente al lector. No me pidáis más academicismos porque yo no estudio las novelas; sólo trato de entenderlas, y a ser posible entresacar aquello que pueda contener algún valor para mí.
Nikolái Gógol no tiembla a la hora de intercalar digresiones, y una de ellas merece un capítulo aparte porque trata (con la ironía que le es connatural) de la escasa fortuna que acompaña a los escritores comprometidos con su oficio, los que aquí denominamos “clásicos”.


¡Feliz el escritor que rehúye los tipos vulgares, cuya trivialidad choca y descorazona y se dedica a pintar almas nobles, honra de la humanidad; que, en el torbellino de imágenes en continuo cambio, elige algunas pocas excepciones; que no traiciona jamás el tono elevado de su lira, y no se inclina hacia los mezquinos mortales y planea lejos de la tierra en una región sublime! Doblemente envidiable su magnífica suerte: se encuentra como en familia entre esa élite, y los ecos de su gloria resuenan en todo el universo.
Adula, embriaga a los hombres velándoles la realidad, disimulando las taras de la humanidad, y solo deja ver lo sublime, lo bello. Todos le aplauden y siguen, en cortejo, su carro triunfal. Lo proclaman gran poeta; se dice que su genio sobrepuja a los otros ingenios, como el águila, que vuela más alto que las demás aves. Al oír su nombre, los corazones jóvenes palpitan; lágrimas de simpatía brillan en todos los ojos. ¡Nadie iguala su poder!
¡Muy diferente destino aguarda al escritor que se atreve a remover la ciénaga horrible de las bajezas en que se hunde nuestra vida; a bucear en el abismo de las naturalezas frías, mezquinas, vulgares ―que encontraremos a cada paso en el curso de nuestro terrestre peregrinar, a veces tan penoso, tan amargo―, y saca a relucir a la luz del día, como grabado por buril implacable, lo que nuestros ojos indiferentemente rehúsan ver!
No sabrá nunca lo que son los aplausos del pueblo, ni las lágrimas agradecidas, ni los impulsos del entusiasmo unánime. No suscitará ninguna pasión heroica en los corazones de dieciséis años; no se sentirá fascinado por sus propios acentos; no evitará, por último, el juicio de sus hipócritas e insensibles contemporáneos, que dirán que sus queridas creaciones son escritos despreciables y extravagantes; le atribuirán los vicios de sus héroes, y le negarán corazón, alma y llama divina a su talento. Pues los contemporáneos no quieren reconocer que los cristales que sirven para observar los movimientos de los insectos imperceptibles tienen tanto valor como aquellos que permiten contemplar al sol. Niegan que se precise un gran poder de penetración para iluminar un cuadro tomado de la vida abyecta y hacer de ella una obra maestra. Niegan que una potente carcajada valga tanto como una bella emoción lírica y que le separa un abismo de la mueca de los histriones. Al negar esto, los detractores se burlarán de los méritos del escritor desconocido. Ninguna voz contestará a la suya. Quedará aislado en medio del camino. Austera es su profesión, amarga su soledad.





lunes, 23 de abril de 2018

Catedral (1983), de Raymond Carver





Concisión, meticulosidad, solo se transcribe lo verdaderamente importante. Escenas cotidianas, una anécdota que sirve como excusa para reflejar una personalidad, la pequeña historia de una persona cualquiera, tú por ejemplo. Y sin embargo, ¡hay suspense! No se sabe muy bien ni qué ni cómo, pero la atmósfera está cargada y parece que algo importante va a suceder, aunque luego no sucede nada, o sí, sucede algo, lo normal. No hay asesinatos, ni siquiera asuntos tremebundos, situaciones que no suceden todos los días y que ponen a prueba a los personajes.
  
Por ejemplo Plumas, un relato magnífico, dos parejas que se reúnen para cenar en una casa, una de las parejas tiene un pavo que se enseñorea de la casa como una mascota doméstica. Las parejas se definen, con sus peculiaridades, y luego resulta que la escena, sin ser nada del otro mundo, pasa a ser un recuerdo con consecuencias.



Aquella noche en casa de Bud y Olla fue algo muy especial. Comprendí que era especial. Aquella noche me sentí a gusto con casi todo lo que había hecho en la vida. No podía esperar a estar a solas con Fran para hablarle de cómo me sentía. Aquella noche formulé un deseo. Sentado a la mesa, cerré los ojos un momento y pensé mucho. Lo que deseaba era no olvidar nunca, o dejar escapar, de algún modo, aquella noche. Ese es uno de los deseos míos que se han realizado. Y me dio mala suerte que resultase así. Pero, desde luego, eso no lo sabía entonces.



En El compartimiento un hombre viaje en tren para volver a ver a su hijo después de años de enemistad. Su vida desfila ante nosotros con sus más y sus menos, hasta que, inesperadamente, le roban el reloj. Dicho asunto modifica sus planes, aunque no es sino la excusa para hacer algo que ya latía en su interior.

Parece una tontería es quizá el relato que más me ha llamado la atención por lo extravagante de la situación. Un niño es atropellado por un coche y cae en coma. La situación es trágica para los padres, qué duda cabe, pero no deja de ser una escena en todo momento ordinaria, la angustia inicial, las visitas de los doctores, el hospital. Sin embargo Carver se va por la tangente. Dos días antes del accidente la mamá del niño había encargado un pastel para celebrar su cumpleaños. Lógicamente lo ha olvidado; en cambio el pastelero no, imagina que le han engañado y se desahoga en llamadas intempestivas.

El relato es extraordinariamente peculiar, perfecto en la ejecución y en los matices. Imprescindible.


Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente.

Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse.



Otros relatos me han pasado desapercibidos, algunos de ellos como La casa de chef o Vitaminas, pero en ningún momento la lectura me ha provocado ni de lejos a la desidia.

Varios relatos están poblados de alcohólicos. El comienzo de este, Desde donde llamo, me parece que define muy bien el estilo conciso de Carver.



J.P. y yo estamos en el porche del establecimiento de desintoxicación de Fran Martin. Como todos en la casa de Fran Martin, J.P. es ante todo y sobre todo un borracho. Pero también es deshollinador.



Y para terminar Catedral, el último relato y el que da título a la colección, otro buen ejemplo del juego a que Carver nos somete. ¿Por qué demonios se llamará Catedral? Una chica recibe en su casa la visita de un ciego con el que tuvo una relación laboral y de amistad años ha y que la ha mantenido a través de un carteo de grabaciones de sonido en cintas magnetofónicas. Su pareja y ella reciben al ciego en su casa y cenan. Carver nos presenta progresivamente a todos los personajes, a través de la cotidiana escena de una cena. La mujer tiene sueño y termina por quedarse dormida y entonces el marido termina por asumir el protagonismo del relato. Ven un documental en la televisión. Sorpresivamente el hombre invita al ciego a un porro de marihuana. Todo discurre de forma normal. Charlan. El ciego le pregunta cosas al hombre sobre las catedrales, que es el asunto del documental. El hombre intenta explicarle al ciego lo que es una catedral, cómo es, y terminan dibujándola en un papel. ¿Estremecedor? Para nada contiene spoiler porque los relatos de Carver ser pueden leer una y otra vez.


martes, 17 de abril de 2018

La leyenda del santo bebedor (1939), de Joseph Roth




Relato, estructurado en capítulos tan cortitos que se lee de un tirón. Ni qué decir que contribuye a ello el elaborado, y a la vez conciso, estilo de Roth, que no sé qué demonios tiene porque, aunque no me enamora, me atrae a su vereda una y otra vez. Será ese aire de desgracia que atribula a sus personajes, ¡y los milagros! Joseph Roth juega con el lector a base de golpes de efecto dispuestos de forma concatenada para que no nos tiente en ningún momento la posibilidad de abandonarlo.
Nuestro protagonista es un vagabundo borracho que habita bajo los puentes de París. No sabemos gran cosa de él salvo eso, que bebe y vagabundea. Un golpe de suerte, en forma de dinero, vuelve a traer al santo bebedor a la realidad. Dicho milagro comienza a traerle al recuerdo la vida real, su nombre inclusive. El milagro tiene la misma duración que el dinero. Sin embargo al primer milagro sucede un segundo, y un tercero, y un cuarto, milagros en forma de dinero sobrevenido a nuestro santo bebedor, y digo santo porque es borracho pero honrado.
Los milagros le conducen irreversiblemente a un final, más o menos previsible, más o menos feliz; es lo de menos porque lo único que parece importar a Roth es la presentación de un hombre desarraigado golpeado por el destino, un hombre que no encuentra otro refugio a la desgracia, otro camino para olvidar, que la bebida.
Hay mezcla de realidad y ficción. Su mujer padeció esquizofrenia y fue internada en diversas instituciones mentales desde 1929, golpe del cual no pudo reponerse. Desde 1933 huye del régimen nazi vagabundeando por varios países europeos, escribiendo en mesas de café, malviviendo de los derechos de autor. A su mujer le serán aplicadas las leyes eugenésicas alemanas para la eliminación de los enfermos mentales y pierde a su familia en los campos de concentración. Esta es su última obra. Roth muere en 1939, víctima del delirium tremens.
A modo de epílogo, nos cuenta Hermann Kesten:

La leyenda del Santo Bebedor, que acababa de terminar; me la contó como suele hacerse entre escritores, hablando más de la técnica que del contenido, más de las referencias y de los artificios que de los «fragmentos más hermosos».

El objetivo final de este relato solamente Roth lo sabe. Desde luego que refleja la caída de un hombre en lo más hondo de la depravación alcohólica, pero ello no es óbice para el mantenimiento de la moral más excelsa, de la más extravagante honradez. El alcohol no aparece como enemigo sino como cálido refugio.


El prólogo de Carlos Barral (editorial Anagrama, Barcelona 1981) me ha sorprendido por su gran nivel; estemos o no de acuerdo con lo que dice, cuando menos se explica con arrojo y ataca de frente, y duro, contra los abstemios:

Los que no han bebido nunca no podrán saber jamás come è fatto il sapere, al decir de Leopardi, ni qué clase de animal de artificio somos los hombres desde aquel remoto viaje del dios Dionisos a las lejanísimas tierras del Indo. Hay abstemios de nación, pobre gente, que pasarán por este mundo, por larga y atenta que sea su vida, sin comprender que el vino es uno de los elementos principales que nos separa de la zoología y que ha dotado de noble extravagancia a unas tradiciones de conducta que, sin la intervención de Baco, serían aún más esclavas de la humillante tiranía de la lógica. Son, en general, gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia. He conocido quien enrojecía, ganado por un violento sarpullido, al contacto de unas gotas de champaña brotadas de un descorche. Son como la gente que enferma al sol y seguramente están mutilados de toda sensibilidad religiosa. Pero deben ser conscientes de que padecen una enfermedad y generalmente no practican el apostolado antialcohólico. Los apóstoles del antialcoholismo no son analcohólicos de nación, sino siniestros conversos. Cínicos frustrados que vociferan que el mundo sin alcohol es más hermoso, la bondad más fácil de practicar, la letra más fácil de entender, la belleza y la verdad más asequibles. Con frecuencia son borrachos vergonzantes, clandestinos y nocturnos, masoquistas que beben en secreto para sentir las angustias y dolores de la evaporación del alcohol y le niegan, en cambio, su hermosa capacidad de dispensar milagros.