miércoles, 11 de abril de 2018

Pantagruel (1535), de François Rabelais




No me queda otra que acudir a aquella anécdota de Sócrates, inventada o no, en la cual es interrogado acerca de por qué estudiar una canción con la cítara cuando espera la muerte. Porque me agrada hacerlo, responde Sócrates ante la sorpresa general, como si el simple hecho de aprender no fuera lícito sin contraprestación a cambio.
Quizás por eso mismo he disfrutado leyendo a Rabelais, sin que la obligación me empujara, sin necesidad de llevar a cabo una lectura, ni mucho menos, intensa; sino más bien como una cata de aquellos fragmentos más interesantes o llamativos, como cuando se trabaja la bibliografía sobre cualquier tema humanístico, con el gusto que produce el dominio sobre un asunto.

«Rabelais es difícil y enigmático porque representa un mundo muy diferente del nuestro. Su obra está plagada de alusiones, a veces serias, las más veces jocosas, a una cultura muy alejada de nosotros. Carecemos de la profunda familiaridad con los textos bíblicos, con la escolástica tardía o con las interpretaciones de la Sagrada Escritura que tenía un monje de la primera mitad del siglo XVI».

Así reza el prólogo de esta mi confiable edición de Cátedra.
No tardamos en estar de acuerdo, porque prácticamente al comienzo se nos presenta un narrador que corrobora lo dicho; y nos queda clara la liberación de prejuicios y el tono satírico y extravagante que desborda la obra de cabo a rabo:

También, a fin de poner fin a este prólogo, me entrego en cuerpo y alma, tripas e intestinos, a cien mil cestadas de hermosos diablos, caso de decir una sola palabra mentirosa en toda esta historia. Igualmente que el fuego de San Antón os abrase, que el mal de tierra os derribe, que las purgaciones, el chancro os lleven, el flujo de sangre os atrape, la sarna del metisaca, tan menuda como pelo de vaca, bien reforzada con azogue se os meta por el trasero; y como Sodoma y Gomorra ojalá que cayeseis en el azufre, en el fuego y en el abismo, si acaso no creéis firmemente cuanto os voy a contar en esta presente crónica.

Si con esto no tenéis bastante, os remito al erotismo del siglo XVI, si cabe más desvergonzado que cualquier sesión de El club de la comedia. Ora se habla de aquella raza olvidada de los penes más largos:
Otros se hinchaban a lo largo por el miembro al que llaman el «labrador de naturaleza», de suerte que lo tenían extraordinariamente largo, grande, grueso, gordo, verde y encrestado, a la moda de los antiguos, tanto que les servía de cinturón, dándoles cinco o seis vueltas al cuerpo; y si acaso lo tenían en forma y con el viento en popa, hubieseis dicho, al verlos, que llevaban la lanza en ristre para justar contra el estafermo. La raza de éstos se ha perdido, según dicen las mujeres, que sin cesar se lamentan de que ya no quedan de esos gordos, etc. Ya conocéis el resto de la canción. A otros les crecían los cojones tan desmesuradamente, que tres hacían un modio. De ellos descienden los cojones de Lorena, que nunca se quedan en la bragueta, sino que caen al fondo de las calzas.

Ora se habla de construir una muralla a base de vaginas:
«Veo que los chochos de las mujeres de este país están más baratos que las piedras, así que con ellos habría que construir las murallas, disponiéndolos en buena simetría arquitectónica. Se colocarían los mayores en primera fila, luego, haciendo un talud en badén, se dispondrían los medianos y finalmente los pequeños. A continuación, se podría hacer un hermoso entrelazamiento en puntas de diamante como en la gran torre de Bourges, con todas esas porras tiesas que moran en las braguetas claustrales».

Huelga decir que en esta época despierta el Humanismo, en el entorno de un Renacimiento que podríamos definir como crepuscular. La recuperación de la sabiduría de la antigüedad la ha despojado de las trampas escolásticas medievales. Ni qué decir que tanta apertura generará posteriormente otro momento de cerrazón o Contrarreforma.

El tono no es jocoso, sino lo siguiente, hasta el punto que vaginas, penes, pedos y otros vientos terminan hasta en la sopa.

―No veis ―dijo Panurgo― que las castañas que se asan al fuego, si están enteras se peen que es un gusto y que para evitar que se pean se les hace un corte. Así que como esté recién casada está bien hendida por abajo, no se peará.

Pero como nosotros trabajamos para liberarnos del prejuicio, celebremos a Rabelais por todo lo alto, y no está de más que lo leamos, y le otorguemos el lugar que se merece junto al resto de maestros satíricos.
Que no se diga que Rabelais no avisa sobre fin y consecuencia de su lectura:

Si me decís: «Maestro, parecería que no sois muy sensato al escribirnos estas pamplinas y estas divertidas burlas.»

Os contesto que no lo sois mucho más al divertiros leyéndolas. Empero si las leéis como alegre pasatiempo, como por pasar el tiempo yo las escribí, vosotros y yo somos más dignos de perdón que esa caterva de sarabaítas, mojigatos… y otras sectas semejantes, que se disfrazan como máscaras para engañar al mundo.

Pues haciendo creer al pueblo llano que no se ocupan sino de contemplación y devoción, de ayunos y mortificación de los sentidos, salvo lo indispensable para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su cuerpo, por el contrario se pegan Dios sabe qué comilonas…

4 comentarios:

  1. No se hasta que punto escandalizaria en su epoca creo que no mucho si le damos un vistazo a las gargolas y crabados que adornan muchas iglesas de la epoca Sin duda escribia muy jocosamente y muy bien de un tema tan procaz
    yO lo creo a pies juntillas no llueva sobre mi cabaza tal sarta de maldiciones

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    1. Algún problema que otro debió tener. Monje fue pero luego se secularizó. Es curioso que tuvo el apoyo de Reyes y Papas con el lenguaje tan escatológico que usa, lleno de referencias a los órganos sexuales. Desde luego que tuvo gran éxito en su tiempo, y tras esta obra vienen varias más como continuación, ¡y un tratado del bueno uso del vino!

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