jueves, 27 de abril de 2017

William Wilson, de Edgar Allan Poe (1839)






Que reseñe de forma aislada un solo cuento atiende a la razón del tiempo escaso. El relato desde luego que lo merece. A menudo la elaboración de la reseña o, mejor dicho, la meditación posterior a la lectura, me lleva más tiempo que la lectura en sí. Siempre se trata de una actividad productiva.
Poe ha sido un enorme descubrimiento. He ojeado en su biografía y lo he hecho uno de los míos. Rubén Darío lo calificó como el “príncipe de los poetas malditos”.
En lo personal me ha aportado sobremanera porque Poe sigue la misma senda que yo (salvando las distancias) como escritor, que es atrapar al lector bajo una trama atractiva que esconde sombras profundas. Y sin embargo observo que los lectores terminan despistados con Poe, lo mismo que, por poner un ejemplo del que tiro frecuentemente, les ocurre cuando leen Dr. Jeckyll, de Stevenson. Algunos se atreven a descalificar al autor porque ha perdido actualidad, porque su obra no ha logrado soportar el paso del tiempo. ¡Lo que hay que oír!
La introducción al relato no tiene desperdicio, y recomiendo al lector que vuelva a ella una vez terminada la lectura porque agudiza, si cabe, la duda.

Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones?

Esa época ―estos años recientes― ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso la virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo.

Mientras atravieso el oscuro valle, anhelo la simpatía ―casi iba a escribir la piedad― de mis semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran ―como no han de dejar de hacerlo― que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así.

El destino, la culpa, el bien y el mal, una escueta introducción narrada de forma magistral y con una profundidad ilimitada.

Después la historia es sencilla y fácil de seguir. Un narrador que nos relata su propia vida hasta que se encuentra con un muchacho muy parecido a él, tanto que se confunden. Este chico lo imita y supera en todo y el protagonista huye de él infructuosamente. Nuestro protagonista se deja llevar por una vida de depravación total mientras aquel lo persigue hasta un final trágico al tiempo que perturbador, completamente abierto a la interpretación del lector. La duda está ahí, la frágil línea que separa la locura de la cordura. No sabremos en realidad qué es lo que ha sucedido, ¿o sí? Poe nos ofrece pistas, un camino abierto a sus obsesiones, a su propio mundo.
Así reza el prefacio al relato:

«¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torva CONCIENCIA, de ese espectro en mi camino?»
(CHAMBERLAYNE, Pharronida)

viernes, 7 de abril de 2017

Pobres gentes, de Dostoievski (1846).



  

Había leído antes varios trabajos del maestro, pero no me había sucedido hasta ahora el sentir cierta identificación con sus personajes. Se trata de un momento mágico, de un regalo para el lector. Qué mejor puede ofrecer la literatura que ese sentimiento, cuando sientes que circunstancias semejantes a las tuyas han atribulado al escritor. Quizás se trate de un sentir general, o de una anécdota nada más, no tienes por qué sentirte identificado al completo con un personaje sino simplemente corroborar que un pequeño hilo te une a él. Esto es lo que ofrece la literatura, nada que ver con el 99,99 por ciento de lo que hoy en día nos ofrecen los sellos editoriales de enjundia, absolutamente nada que ver…

            Acudí a esta primera novela de Dostoievski después de leer la biografía (por llamarle de alguna manera porque es una especie de homenaje literario) que escribió Zweig. Tiene un argumento bien sencillo, pero ya contiene sus principales obsesiones y la estructura es moderna, aunque no estoy al tanto de academicismos y no tengo argumentos comparativos para tratar su estructura epistolar. Lo que sí puedo asegurar es que le dota de una gran libertad, dicha estructura le sirve para exponer aquello que le obsesiona saltándose días y sucesos que ahora no le importan pero que luego puede recuperar a su conveniencia.

Makar Alekseievich y Varvara Alexeievna intercambian cartas en las que exponen sus problemas personales, su extrema pobreza, intercalando opiniones acerca de sí mismos al tiempo que, lógicamente, retratan la sociedad en la que viven.



Curiosamente Dostoievski triunfó con este su primer trabajo. Tuvo la suerte (cosa hoy en día imposible) de que le leyera con entusiasmo el mayor crítico de aquel tiempo, Visarión Belinski. Y es que ya contiene los argumentos a que Dostoievski nos acostumbra. Se nos introduce en una situación que empeora progresivamente al tiempo que se agudizan los sentimientos de los protagonistas. Nos enfrentamos a los continuos altibajos de Dostoievski, momentos de euforia y exaltación, del optimismo más luminoso a la profunda depresión. Los paralelismos entre Dostoievski y el protagonista son evidentes pues pretende éste ser escritor. El regalo de genio que nos hace Dostoievski es incomparable:



Yo no tengo ese talento. Aunque llenara diez páginas no llegaría a nada, no sabría hacer ninguna descripción. Lo he probado ya.



La maestría de Dostoievski para enredarnos en sus tramas está ya perfectamente manifiesta:



¡Ah, amigo mío! La desgracia es una enfermedad contagiosa. Los desgraciados, los pobres, deben guardarse los unos de los otros para no agravar el mal. Le he traído a usted males que no había experimentado aún en su existencia modesta y solitaria. Todo esto me atormenta y me mata.



¿Por qué, matotchka, soy blanco de los ataques de malas gentes? Le diré a usted, querida, que, aunque ignorante y tonto, tengo un corazón como cualquiera. Pues bien, Varinka, ¿sabe usted lo que me ha hecho un mal hombre? Pero es una vergüenza decir lo que ha hecho; pregúnteme mejor por qué lo ha hecho. Simplemente ¡porque soy humilde, porque soy apacible! ¡Porque soy bueno! Mi carácter no les convenía; he aquí por qué cayeron sobre mí…



El genio de Dostoieski está en el desarrollo de los caracteres. Nos habla de los hombres y nos permite conocer a las personas que presenta como si las tuviéramos delante. No nos hacemos con sus rasgos, con su físico, nos hacemos con su interior:



Ya me he acostumbrado a ello, porque me acostumbro a todo, porque soy un hombre apacible, porque soy un pobre hombre; pero, sin embargo, ¿por qué todo esto? ¡Pero considere usted solamente, querida, si tengo las facultades necesarias para ser un intrigante y un ambicioso!...



El otro día, en una conversación privada, Evstafii Ivanovich dijo que la principal virtud cívica es saber ganar dinero. Lo dijo en broma (sé que era en broma); pero lo que nos ordena la moral es no serle gravoso a nadie, y yo no le soy gravoso a nadie.



Los fragmentos sobre la literatura no escasean:



Pero es una bella cosa la literatura, Varinka, una bella cosa; lo he sabido por ellos anteayer. ¡Una cosa profunda! Fortalece el corazón de los hombres, instruye, y hay todavía otros diversos pensamientos sobre este asunto en el libro que han leído…



… Cuando empiezan a discutir sobre diversos temas, entonces, aunque a mi pesar, me eclipso, buenamente; en tales momentos, a nosotros, matotchka, no nos queda más que eclipsarnos. Me juzgo entonces un simple cretino, me doy vergüenza de mí, y durante toda la velada busco ocasión para intercalar siquiera media palabra en la discusión general; ¡pero he aquí que, como hecho a proósito, esa media palabra no sale!...



Duermo. ¡Qué imbécil soy! En vez de dormir sin necesidad, podría uno ocuparse agradablemente, sentarse delante de su mesa y escribir. Es fructuoso para sí y bueno para los demás.



Refleja los caracteres con cercana sencillez, a través de lo que expresan, sinceramente, acerca de sí mismos:



No, amigo mío, no puedo permanecer entre ustedes. He reflexionado, y encuentro que haría muy mal rechazando una colocación ventajosa. Allí, al menos, tendré un pedazo de pan asegurado; lo haré todo por merecer la benevolencia de los señores; procuraré incluso modificar mi carácter, si conviene. Sin duda, es triste, es penoso, vivir en medio de personas extrañas, buscar el apoyo de los demás, disimular y reprimirse; pero Dios me ayudará.



Luego Dostoievski nos lleva al límite, al paroxismo que media entre la cordura y la locura:



…tengo enfermo el corazón matotchka. La pobre gente es caprichosa; la naturaleza lo ha querido así. Ya me había dado cuenta anteriormente. El hombre pobre es receloso; hasta tiene una manera particular de considerar el mundo, observa de reojo a cada transeúnte, pasea a su alrededor una mirada inquieta, y presta oído a cada palabra, imaginándose siempre que se habla de él, que se critica su exterior lamentable…



Tengo que hacerle observar a usted, querida, que desde hace poco, me he vuelto dos veces más tímido, dos veces más fácil de desconcertar que antes. En estos últimos tiempos, ni siquiera me atrevía a mirar a nadie. Al menor ruido que hacía alguien con su silla se me ponía la carne de gallina. Hoy, modestamente sentado en mi sitio, con la cabeza inclinada sobre los papeles, parecía un erizo,…



Las dificultades para salir adelante, la pobreza más cruel, está presente en toda la novela:



Ahora recurro a usted, Makar Alexeievich, e imploro su asistencia. ¡No me abandone usted, por el amor de Dios, en semejante situación! Pida prestado, se lo ruego; procúrese dinero por poco que sea; no tenemos medio de trasladarnos, y es absolutamente imposible que nos quedemos más tiempo aquí; tal es también el parecer de Fedora. Necesitamos, a lo menos, veinte rublos; le devolveré a usted ese dinero; lo ganaré con mi trabajo;…



Ya sé, ya sé, matotchka, que es malo sustentar tales ideas, que es una impiedad; pero, francamente, ¿por qué los unos tienen ya asegurada la felicidad desde el seno de su madre, mientras que otros vienen al mundo en un hospicio? Y hasta ocurre que, a menudo, Ivanuchka el imbécil se ve favorecido por el destino.



Y entonces, cuando parece que los personajes se enfrentan a la muerte por inanición, la montaña rusa de Dostoievski entra en escena. Makar tiene un error en su trabajo, su Excelencia lo requiere y su atuendo le delata, y como muestra de su miseria más absoluta se le desbarata el traje y cae un botón a sus pies, y cuando parece que va a morir llega la culminación de la felicidad porque en vez de despedirle, apiadado, le deposita en su mano un billete de cien rublos. Sí, un magnífico Dostoievski desde su primer trabajo.