martes, 26 de diciembre de 2017

Los últimos días de Enmanuel Kant (1827), de Thomas de Quincey.



La idolatría hacia el genio es del todo absurda, desde luego que irracional. Poco importa la biografía de los grandes hombres si la comparamos con su obra, y sin embargo vida y obra van tan de la mano que resultaría difícil entender a Poe, Kafka o Tolstoi sin disponer de acceso a algún retazo de sus biografías.
Supongo que me puedo atrever a decir que la filosofía de Kant es todo lo contrario que la de Nietzsche, y dicho contraste es visible en sus propias vidas, aunque más bien debería plantearse al contrario.
Me han llamado la atención estos dos fragmentos del anecdotario que figura como anexo en mi edición de Valdemar.

            Kant era realmente un hombre extraño. Poseía dos atributos que habitualmente nunca coinciden en una persona, pero que en él armonizaban de un modo espléndido: una profunda erudición y gran brillo social.

Él, que como filósofo crítico sólo era accesible a unos pocos privilegiados, reunió a su alrededor, como filósofo de la vida, a personas de todo tipo y condición y con todas se mostró útil e interesante. Quien conozca a Kant sólo por sus obras o por sus clases, sólo lo conoce a medias.

En otro orden de cosas, me bastó con leer el primer tercio de Confesiones de un comedor de opio para intuir el genio de De Quincey, que radica en su magnífica prosa y en su atrevimiento. Sin embargo la presente obra es tremendamente enigmática, o quizás no lo sea para nada, según se mire. Por un lado podemos buscar intereses recónditos y extravagantes en la elección de la trama: Wasianski, amanuense de Kant, aprovecha su cercanía al maestro (probablemente en busca de la notoriedad) para escribir una pequeña memoria acerca de cómo afrontó el decaimiento físico y moral durante sus últimos años de vida. Se ha escrito mucho para buscar un significado al por qué de la elección del personaje por parte de De Quincey, pero ¿y si se trata de algo casual? Como no lo sabemos, no tiene mucho sentido hacer cábalas acerca de ello. Quizás, simplemente, De Quincey encontró al personaje interesante y lo aprovechó para trazar una semblanza de Kant que fuese amena y se saliera de lo corriente. Al parecer dicha semblanza fue parte de una pequeña serie dedicada a los prosistas alemanes; después vinieron Schiller, Herder, Lessing, Goethe. Hay que tener en cuenta que el escritor británico era un enamorado de Kant y de la lengua alemana, que estudió hasta dominar por completo.
La verdad sea dicha, que si uno se para a pensar, resulta muy extraño plantear un texto como el que tenemos entre manos. No resulta muy sensato enfocar la vida de Kant a partir de las manías que se adquieren con la vejez, ni siquiera en la búsqueda del contrapunto.

Uno se puede imaginar que a Kant, con 78 años, cualquier cambio, incluso para mejor, le resultaba desagradable. La monotonía de su vida y de sus costumbres era tan perfecta que la novedad más pequeña, como el cambio de sitio de objetos tan insignificantes como un cortaplumas o unas tijeras, le perturbaba, y no sólo si habían quedado desplazados de su lugar habitual, sino en el caso de que estuviesen algo torcidos. Respecto a objetos grandes, como sillas, etc., cualquier aumento o disminución en su número le afectaban profundamente, y sus ojos vagaban inquietos para localizar la fuente de perturbación hasta que se restablecía el orden originario.

La agonía final termina cayendo en lo morboso:

Ya no se notaba el pulso ni en las manos, ni en los pies, ni en el cuello. Intenté encontrarlo en todos los lugares en los que se puede percibir, y sólo encontré un lugar en la cadera izquierda donde latía con fuerza aunque con frecuentes interrupciones.

Su respiración se hizo muy débil, luego irregular, finalmente emitió un estertor y el labio superior tembló ligeramente. Pero el pulso aún latió unos segundos más, cada vez más débil e imperceptible, hasta que se detuvo por completo. El mecanismo se había parado, el último movimiento terminó precisamente en el momento en que daban las once.

Sus ojos le habían dejado de tal modo en la estacada, que no podía encontrar la cuchara a la hora de comer. Cuando yo estaba con él a la mesa, cortaba en trozos pequeños todo lo que tenía en el plato, luego los ponía en una cuchara de postre y finalmente le guiaba la mano hasta ella. Pero la incapacidad para, firmar no residía solo en su ceguera, sino en que, a causa de la pérdida de memoria, no podía reunir las letras de su nombre y no podía imaginarse, aunque se lo dijéramos, los signos correspondientes.
                Y para terminar un guiño a los que sientan curiosidad por De Quincey y su Memorias de un comedor de opio, que aprovecho aquí para volver a recomendar. En varias ocasiones se describen someramente las alucinaciones y pesadillas que sufría Kant, lo que me ha traído a la memoria la citada novela. En una de las muchas notas a pie de página que sirven al escritor, De Quincey, como herramienta técnica para introducir sus opiniones sobre el narrador, Wasianski, y el propio Kant, dice:

Para las dolencias de Kant, como son descritas también por otros biógrafos, lo mejor, o quizás el remedio definitivo, habría sido darle un cuarto de grano de opio cada ocho horas.

2 comentarios:

  1. Yo creo que sí se puede entender a un autor sin conocer su biografía. Pienso que los datos biográficos son como los datos médicos, sirven para que pueda precisar detalles clínicos quien está haciendo un estudio...

    No leí ese libro concreto de Thomas de Quincey. Los últimos días se parecen mucho a los primeros (la vejez es como una segunda infancia, por la dependencia que implica). Y se parecen también en que no son tan interesantes... Lo mejor -al menos, visto desde fuera– está en el medio, en mi opinión.

    Y hablando de últimos días (y sobre todo de primeros) te deseo un feliz año, Rubén.

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    1. Feliz Año para ti también, Boni.
      Seguiremos en la brecha, sin prisa pero sin pausa. Ya sabes que no soy categórico en mis "afirmaciones"; además que tú entendiste bien mi novela sin necesidad de biografías ;)
      Abrazo.

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