viernes, 28 de diciembre de 2018

La breve vida feliz de Francis Macomber, La capital del mundo y Las nieves del Kilimanjaro, tres relatos sobre el miedo, de Ernest Hemingway.



 
Profundidad y talento narrativo, Hemingway cumple con los requisitos que yo busco en un escrito, evasión al mismo tiempo que reflexión. Nada más comenzar un compendio de relatos del maestro me atrevo a seleccionar y unir los tres primeros en un tronco común, el del miedo. Me ha dado la impresión, quizás equivocada tras una lectura superficial, de que el miedo, en sus diversas formas, es el eje vertebrador de los tres relatos.

Macomber tiene miedo a enfrentarse al león, que es un miedo natural, visceral, digamos que salvaje.



No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él.



En cuanto al segundo relato, La capital del mundo, tiene por protagonista a Paco, que sueña con ser torero y presume de no conocer el miedo. No sabemos muy bien en este caso si se trata de una advertencia, porque quizás el miedo nos preserva de cometer alguna estupidez, aunque me da a mí que Hemingway no es propenso a la moraleja.

―Miedo ―dijo Enrique―. El mismo miedo que tendrías tú en el ruedo con un toro.

―No ―dijo Paco―. Yo no tendría miedo.

―¡Y una leche! ―dijo Enrique―. Todos tienen miedo. Pero un torero puede controlar su miedo para poder trabajarse al toro. Yo estuve en una capea de aficionados, y tuve tanto miedo que no podía dejar de correr. A todos les hizo mucha gracia. Así que tú también tendrías miedo. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Tú, un chico del campo, estarías tan asustado como yo lo estuve.



Después de leer este relato entiendo la afición del maestro por lo taurino.



En cuanto a Harry, el protagonista moribundo de Las nieves del Kilimanjaro, reflexiona con la muerte a un lado, tiene miedo al dolor.



Algo que siempre había temido era el dolor. Podía soportar el dolor como cualquier hombre, hasta que duraba demasiado y le iba socavando, pero en este caso se trataba de algo que le había dolido muchísimo, y justo en el momento en que había pensado que el dolor le podría, había cesado.



Es un relato este preñado de digresiones, recuerdos del protagonista que le sirven al autor para alumbrar aquello que desea destacar sobre el resto.



«Se acordó de mucho tiempo atrás, cuando Williamson, el oficial de granaderos, fue herido por una bomba de mano que una patrulla alemana lanzó una noche en la que él estaba cruzando la alambrada, y que, chillando, imploró que alguien lo matara. Era un hombre grueso, muy valiente, y un buen oficial, aunque aficionado a los alardes descabellados. Pero aquella noche quedó atrapado en la alambrada, con una bengala iluminándole y las tripas esparcidas por la alambrada, con una bengala iluminándole y las tripas esparcidas por la alambrada, de modo que para llevarlo vivo tuvieron que cortárselas. Pégame un tiro, Harry. Por amor de Dios, pégame un tiro. Una vez tuvieron una discusión relativa a que Dios nunca te enviaba nada que no pudieras soportar, y que según la teoría de alguien eso significaba que cuando el dolor llegaba a cierto punto te desmayabas automáticamente. Pero él siempre se había acordado de Williamson, aquella noche. Williamson no consiguió perder el conocimiento hasta que le dieron todas sus tabletas de morfina, que se había guardado para su uso personal, y luego resultó que no le hicieron nada.»



Quizás podamos poner a Hemingway en lugar de Harry, e imaginárnoslo en su convalecencia por sus heridas en las piernas durante la Primera Guerra Mundial.

Parece fácil. Escoge un tema fundamental como es la muerte, o el miedo, retrata a unos personajes de la vida real y luego dales cuerda. Que parezcan unos autómatas o semejen a la vida misma dependerá de tu pericia. Desde luego que si se trata de un tema que te obsesione tendrás la principal parte del camino andado, porque el origen de la narración está en la reflexión, llámese si se quiere obsesión. De aquí la famosa teoría del iceberg. Hemingway solamente nos ofrece una parte del todo, lógicamente.



Si tengo que escoger uno de los tres relatos me quedo con el primero. La figura de Macomber está, a mi modo de ver, muy lograda. En cambio me queda la sensación de que me he perdido en Las nieves del Kilimanjaro. Quizás no le he prestado atención al elemento autobiográfico. Las reflexiones metaliterarias del protagonista harán las delicias de los entusiastas del maestro, el sarcasmo del escritor esforzado que, al borde de la muerte, persiste en el oficio.



Ahora ya nunca escribiría todo lo que no había escrito porque pensaba que no sabía lo suficiente para escribirlo bien. Bueno, ahora tampoco tendría que fracasar en su intento de escribirlo. A lo mejor es que nunca podrías escribirlo, y por eso demorabas y aplazabas el comienzo. Bueno, ahora ya nunca lo sabría.



Todos debemos tener madera para hacer lo que hacemos, se dijo. Lo que hagamos para vivir es lo que mide nuestro talento. Él, de una u otra forma, había vendido vitalidad toda su vida, y cuando conseguías mantener tus afectos al margen ofrecías mucho más que el precio que te pagaban. Había descubierto que ahora tampoco escribiría acerca de eso. No, no escribiría de eso, aunque desde luego era algo que valía la pena.


miércoles, 26 de diciembre de 2018

El honor perdido de Katharina Blum (1974), de Heinrich Böll





 El autor advierte de su discurso desde el prefacio:

Las personas que se citan y los hechos que se relatan son producto de la fantasía del autor. Si ciertos procedimientos periodísticos recuerdan los del Bils-Zeitung, el paralelismo no es intencionado ni casual, sino inevitable.

Novela corta, de tesis, estructura moderna con tintes cinematográficos que viene a ser llamada experimental. Algunas veces parece ser un atestado policial en forma de testimonios, otras veces no parece tan objetiva; no he llevado a cabo un análisis exhaustivo porque esa no es mi intención, que se queda en la sugerencia. Un ejemplo revelador de su estilo libre:

Aquí debemos volver atrás. Este recurso se llama en cinematografía y en literatura flashback. Retrocedamos desde la mañana del sábado, en que el matrimonio Blorna regresó agotado y bastante desesperado de sus vacaciones…

El mismo Böll define su estilo metafóricamente:

Si el informe ―pues aquí se habla tanto de fuentes― resulta a veces “fluido”, se ruega que lo disculpen: era inevitable. Los términos “fuentes” y “fluir” no parecen compatibles, con el concepto de composición literaria; les convendría mejor el de conducción. Esto debería comprenderlo todo aquel que alguna vez, siendo niño (o incluso ya mayor), haya jugado en, al lado de y con unos charcos, uniéndolos mediante pequeños canales, vaciándolos y desviándolos hasta conducir, finalmente, toda el agua hacia un canal colector, para desviarla a un nivel inferior o tal vez, incluso, para encauzarla debidamente, de forma oficial y regular, hacia un desagüe o un canal construido por las autoridades. Es decir, se procede a una especie de drenaje que constituye un verdadero proceso de ordenación.

Una noche particular Katharina Blum conoce a un hombre del cual se enamora, y dicho hombre la enreda, sin pretenderlo, en un escabroso asunto que nada tiene que ver con ella. El problema principal radica en que un medio de comunicación, “EL PERIÓDICO”, de tendencias amarillistas, utiliza la noticia tergiversando, sin escrúpulos, la información, sin tener en cuenta el daño que pueda ocasionar a los afectados.

―¡Ánimo, pequeña Katharina! Aquí no todos piensan mal de ti.

El tema, pues, es bastante claro, la crítica hacia un tipo de prensa a la que nada se le pone por delante. El contexto es la Alemania de 1974, ya pasadas casi tres décadas de la Segunda Guerra Mundial y todavía presente la Guerra Fría y la división de las dos Alemanias.
Böll nos pinta a Katherina como una mujer ejemplar por su conducta, que ha superado con trabajo y pundonor sus inciertos orígenes. Ello lo corroboran sus personas más cercanas, que poco pueden hacer ante el veneno ponzoñoso de la prensa amarilla, que prioriza la promulgación de titulares atractivos frente a la verdad probada, provocando el desamparo de la protagonista y un final inesperado.
Sin ir más allá, parece ser que la protagonista está basada en un personaje real. La protagonista es una mujer peculiar, atractiva, orgullosa, muy honrada y un tanto mojigata, pero no esperemos profundidad ni identificación con la protagonista. Las sensaciones son más bien frías, como el estilo de la narración.

―Desde luego, existen personas que nos quieren mortificar desde que saben por el PERIÓDICO cómo nos llamamos y dónde vivimos. Es preferible dejar descolgado.

A favor de Böll su concreción, que no necesita de muchas páginas para desarrollar su tesis, en contra que el desarrollo de la “tesis” deja en segundo plano a la protagonista, que primero se gana nuestras simpatías pero luego se retrata en un desenlace que quizás fue real pero a mí me ha resultado incongruente (congruente, sí, para los parámetros poco ambiciosos del cine de Hollywood). Quiero suponer que Böll le dio prioridad a la “tesis” y que, si en verdad el caso fue real, el carácter de la protagonista debió esconder, sin duda, complejidades mucho mayores que las que me hace llegar.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Guerra y Paz (1869), de Lev Tolstói




 Empecé la lectura remiso, apabullado ante la cantidad de páginas y un tanto proclive al juicio negativo. De qué otra forma hubiera podido abordar Guerra y Paz si considero a Toltói como modelo a seguir en cualquiera de las otras magnitudes. Amo y criado es para mí modelo de perfección, en lo que se refiere al relato corto; te deja helado y las reminiscencias se mantienen durante años. No me intereso en demasía ni por la técnica (fundamental pero que se da por hecha en los maestros) ni por los preciosismos en la prosa, sí, en cambio, por aquello que remueve la conciencia. Por otro lado están La muerte de Iván Ilich o Sonata a Kreutzer, novelas cortas que me fascinan por lo mismo, porque conducen a la reflexión. Considerando semejantes logros, imaginé que el número de páginas podría conducir al menoscabo de su calidad.
Hay un asuntillo que me gustaría destacar. Por lo general, cuando entro en una novela con multitud de personajes (esta tiene 559) no me esfuerzo en demasía por retenerlos sino que confío en el autor. Cierto que hago una lectura detenida pero no se me ocurre volver atrás. Si no logro entrar en la historia suelo achacárselo al escritor y rara vez a mi falta de atención, porque sucede que el escritor de genio conoce bien su incierto oficio y es capaz de transmitirnos aquello que pretende. En el caso de Guerra y Paz sucede tal que así. Abordamos una multitud de caminos al mismo tiempo pero a medida que ahondamos en sus páginas los caminos que antes se bifurcan ahora convergen, hasta que topamos con los dos personajes centrales que lo focalizan todo, Pedro Bezukov y el Príncipe Andrei Bolkonski, acompañados aquí y allá por los componentes de la familia Rostov. Por el camino se nos describe un amplio espectro social, aristocrático por lo general, advenedizos, altos funcionarios, cargos militares, figuras trascendentes como Napoleón o Alejandro I, Kutúzov, el ensalzado héroe del ejército ruso y otros protagonistas de la política europea del período.
¿Qué si sobran páginas? Por supuesto que hay fragmentos prescindibles. Mi edición, la de Círculo de Lectores de 1974 consta de 1275 páginas. Hay acción y reflexión, violencia y entendimiento, escenas vigorosas y lacrimógenas.
A mi modo de ver, después de una primera parte introductoria, la novela mejora. Los relatos de la guerra son espectaculares y esclarecedores. Comienza la novela después de la batalla de Ulm, en la que no participan los rusos. Abunda después en la batalla de Schögrabern, que en comparación con Austerlitz no es más que una refriega, y pasa de puntillas por otras como Jena, Eylau o Friedland. La segunda parte se centra en la invasión napoleónica de Rusia, y el relato bélico no tiene desperdicio. En torno a los personajes históricos, Tolstoi se muestra rotundamente parcial, proclive, por poner el ejemplo más claro, a la figura del salvador de Rusia, Kutuzov, y contrario a la mayoría de los demás que lo secundan.
El manejo de tal magnitud de personajes y sus avatares durante una docena amplia de años no resulta óbice para la reflexión. En otras novelas largas me ha sucedido que no encontraba fragmentos de interés y, en cambio, Tolstoi no cesa de reflexionar, con mayor o menor acierto. He llenado una pequeña cantidad de folios con anotaciones de interés. Aquí una pequeña muestra.

Estrepitosas risas estallaron entre los soldados, risas tan francas y alegres que espontáneamente contagiáronse de ellas los franceses del otro lado de la línea; después de eso, hubiera uno creído que todo era cuestión de descargar los fusiles, tirar los cartuchos y volverse todo el mundo a su casa. Pero los fusiles permanecieron cargados, las aspilleras de las casas y las trincheras conservaron su amenazador aspecto y, como antes, los cañones, colocados en posición fuera de las cureñas, no salieron de su siniestra inmovilidad.

La escasa trascendencia de las decisiones de los generales en la dirección de la guerra le lleva a desarrollar una auténtica teoría sobre el desarrollo de las campañas militares, un asunto de individuos y de moral en el que la ciencia militar es un absurdo sin fundamento.

La discusión duró largo rato y cuanto más se prolongaba, llegando a veces a adquirir caracteres de verdadera violencia, más difícil se hacía poder llegar a una conclusión definitiva. El príncipe Andrés, al oír aquella conversación en diversos idiomas, aquellas hipótesis, aquellos planes, aquellas contradicciones y aquellos gritos, se admiraba de las ideas que había mantenido durante mucho tiempo en la ´poca de su actividad militar. Que no existe ni puede existir una ciencia militar y que, por lo tanto, no puede haber ningún genio de esta naturaleza. Esta observación revestía para él la evidencia absoluta de la verdad.
¿Qué teorías ni qué ciencia pueden haber en una cuestión cuyas condiciones y circunstancias son desconocidas y no pueden ser definidas y en la cual la fuerza de los actores de la guerra lo son más todavía? Nadie sabe en qué situaciones se encontrará nuestro ejército y el del enemigo un día más tarde y nadie puede saber cuál es la fuerza verdadera y positiva de tal o cual destacamento. Cuando al frente de las fuerzas no hay un cobarde que grita: ¡Estamos perdidos! Y huye, sino un hombre decidido y optimista que grita: ¡Hurra!, un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como en Schöngraben, mientras que, en el otro caso, cincuenta mil hombres huyen ante ocho mil, como en Austerlitz.

Por lo general la reflexión se excusa en los personajes, pero también hay ocasiones en las que Tolstoi elabora digresiones sin reparar en mientes. Reflexiona sobre la paz, sobre la situación de los campesinos y su emancipación, sobre la situación de la mujer, sobre francmasonería, sobre el hombre y sus vanidades, sobre el destino y el libre albedrío…
A mi modo de ver Tolstoi no es tan hábil hablando de la historia como de las relaciones humanas, pero claro está que en el siglo XIX la historiografía no está tan desarrollada como en la actualidad.

Se adaptaba totalmente a esta subordinación no escrita que tanto le agradara en Olmütz, y según la cual, también, para hacer carrera en el servicio, no eran necesarios ni los esfuerzos, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber conducirse con los que distribuyen las recompensas, y muy a menudo se quedaba él mismo admirado de sus rápidos éxitos y la incapacidad de los demás para descubrir este juego.

Todo el mundo sabía que la enfermedad de la encantadora condesa radicaba en la dificultad de poder casarse con dos maridos a la vez, y que las atenciones del médico italiano consistían precisamente en soslayar aquella dificultad. Sin embargo, en presencia de Ana Pavlovna, no sólo no había nadie que se atreviera a pensar en ello, sino que todos fingían ignorarlo.

En realidad, si algo hay de asombroso en este enorme volumen es la reflexión, porque suele suceder en otras obras extensas de grandes maestros que pierden en profundidad (Thomas Mann o Henry James por poner algunos ejemplos que conservo frescos), mientras que jamás se me hubiera ocurrido a mí tachar a Tolstoi de superficial.

En el aislamiento que le proporcionaba el viaje, esas ideas se apoderaban de él con extraordinaria fuerza. A pesar de los esfuerzos que hacía para pensar en otra cosa, volvía siempre a aquellas cuestiones que no podía resolver ni dejar de plantearse, como si en su cabeza se hundiera aquel tornillo principal del cual dependía su propia existencia. El tornillo no penetraba ya más, no pasaba del punto adonde había llegado, pero continuaba dando vueltas y las daba sin atornillar nada, sin lograr penetrar ni un ápice más, pero era imposible impedirle de girar.

Cuando Pedro se hubo marchado, todos los miembros de la familia se encontraron reunidos hablando de él, como ocurre siempre después de la partida de un forastero, y, cosa extraña, todos hablaban bien de él.

En Moscú experimentó una sensación de calma, de calor, de bienestar y de costumbre semejante a la que produce una vieja bata de casa.

El francés suele estar seguro de sí mismo porque se cree irresistible por su persona, admirable para los hombres y para las mujeres. El inglés se cree seguro de sí mismo porque se considera ciudadano del Estado mejor organizado del mundo y por esto sabe siempre lo que ha de hacer como inglés, y que lo que como inglés haga estará indiscutiblemente bien hecho. El italiano está seguro de sí mismo porque se emociona y se olvida fácilmente de sí y de los demás. El ruso lo está precisamente porque no sabe nada ni quiere saber nada, porque no cree que nadie pueda saber lo que él no sabe. El alemán es el que se siente más seguro de sí mismo y el más antipático, porque se imagina que conoce la verdad.

 
Es inevitable que al final el lector sufra cierto desgaste, el ansia por terminar una novela para abordar otras. Me veo obligado a concluir con una supuesta pregunta: ¿recomendarías la lectura de esta enorme obra? La respuesta me parece obvia. Si quieres, lector, abordar la lectura de los grandes libros que se han escrito a lo largo de la historia de la humanidad, te digo sí. Escoge, por supuesto, el momento propicio. Otros pondrán la excusa de la extensión, aunque luego leerán, sin aprovechamiento alguno (entretenimiento aparte), los tochos de Stieg Larsson o Santiago Posteguillo. En cambio tú asistirás a un espectacular fresco de la Rusia Zarista del primer cuarto del siglo XIX, y no vayas a creer que quedaron desfasados ni los sueños ni las vanidades de los personajes que la habitaron.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Hojas de hierba (1855), de Walt Whitman






¡Oh capitán, mi capitán! Nuestro azaroso viaje ha terminado.

El club de los poetas muertos y múltiples recomendaciones me han encaminado a esta lectura. Tengo que reconocer que me cuesta con la poesía, y que me ha llevado semanas leerla, por fragmentos e intercalando fragmentos en inglés. También debo decir que me ha sorprendido positivamente, por su profundidad y su lenguaje sencillo, cercano y al mismo tiempo preciso.
¿Se lee la poesía como una novela, de arriba a abajo, de principio a fin? ¿Se puede hacer una reseña de un conjunto de poemas o basta con seleccionar aquellos que te han llamado la atención durante una primeriza lectura?

Si no consigues encontrarme al principio, no te desalientes,

Si no me encuentras en un lugar, busca en otro,

Estoy en alguna parte esperándote

Whitman habla consigo mismo, en una continua búsqueda, asombrado ante la observación de lo importante, de la vida, sí, es lo que más me ha llamado la atención, un espíritu libre y curioso, asombrado ante la vida, ante la fuerza de la materia compleja que se organiza aquí y en cualquier lugar del universo adquiriendo movimiento, que se reproduce, que crece, que muere…

¿Has pensado alguna vez que es afortunado nacer?

Me apresuro a decirles a él o a ella que no es menos afortunado morir, y sé lo que me digo.

Cuando se observa la vida en sí, no se detiene uno en lo bueno o lo malo, no se detiene uno en nimiedades, si acaso en ¿Dios?

Érase un niño que se lanzaba a la aventura todos los días,

Y en el primer objeto que miraba y aceptaba con asombro, piedad, amor o temor, en ese objeto se convertía,

Y ese objeto se hacía parte de él durante el día o una parte del día... o durante muchos años o largos ciclos de años.

Whitman lo ve todo, o todo lo quiere ver, con ojos de niño. Hay unos pocos hombres que siempre miran con ojos de asombro, ojos de niño. Entre ellos está Whitman, que no quiere preocuparse de cosas estériles, que no conoce la ambición y por tanto tampoco la estupidez.
Y la hierba, la hierba aparece aquí o acullá, símbolo de la vida más maravillosa y sencilla, sin matices, sin grados, toda la vida es maravillosa y la hierba está por todas partes.

Quédate conmigo este día y esta noche y poseerás el origen de todos los poemas,

Poseerás lo bueno de la tierra y del sol… aún quedan millones de soles,

Nada recibirás ya de segunda o tercera mano… ni mirarás a través de los ojos de los muertos… ni te alimentarás de los espectros de los libros,

Tampoco mirarás a través de mis ojos, ni aceptarás las cosas que te digo,

Escucharás lo que te llega de todos lados y lo tamizarás tú mismo.

Me preguntó un niño: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a puñados;

¿Cómo podría yo responderle?... Yo no sé lo que es mejor que él.

Dicen por ahí que Whitman es el poeta de la democracia, supongo que por fragmentos como este:
 
Me inclino ante el esclavo de los algodonales o ante el que limpia

las cloacas… le beso familiarmente la mejilla derecha,

Y juro por mi alma que nunca lo negaré.

Pero quizás es mucho decir, qué necesidad tenemos de construir encasillamientos grandilocuentes. Whitman es autodidacta, no pertenece a estilos ni partidos, no es nada convencional, pero sí que pertenece a esos que buscan y buscan, que adoran la libertad, para sí y para el otro, la libertad para vivir, y para morir, y de ahí su antigüedad y su modernidad, y su permanencia.

Nuestra cita ha sido fijada a la perfección… Dios estará esperando a que lleguemos.